"OT" o la quimera andaluza

HABLAN dejando un sutil acento de jotas aspiradas y hacen flotar en el aire las eses del final de las palabras en plural. Dicen que la música les sale de dentro, que cantan o tocan porque les hace tanta falta como respirar. Casi todos son andaluces y se llaman artistas a sí mismos. Saben más de arrebatos de presunta inspiración que de cualificación y esfuerzo, pocos han pisado alguna vez un conservatorio y menos todavía saben de universidades o libros.
A cada edición de «Operación Triunfo» o de algún programa parecido, la televisión se llena de andaluces. Suelen derrochar más descaro que talento y suplen sus muchas carencias con un gracejo natural que exagerado se convierte en un tópico cargante. Su empeño por convertirse en cantantes melódicos engolados es tan antiguo como el arrojo de los antiguos maletillas para escapar de la miseria toreando: «Más cornás da el hambre».
Y ahí están. Son el vivo ejemplo del atraso de esta tierra, el testimonio de su fracaso. Quieren escapar del horizonte gris y del aire sin esperanza de cambio y para eso se agarran a una ilusión vana, a un sueño irreal en el que aparecen con las masas rendidas ante una genialidad que sólo ven ellos. Igual que los novilleros viejos que querían sacar a la madre del patio de vecinos y comprarle una casa con servicio donde no tuviera que agacharse a limpiar el suelo. Pero como ellos, la mayoría acabarán revolcados por la vida y por la profesión, lastrados por quimeras vacías que además les impidieron aprovechar sus vidas en empeños que al menos les procuraran progreso personal y bienestar.
Bien entendida, la música es un arte que se lleva en la piel y que ayuda a respirar cada día. Su etérea emoción puede acompañar en cada momento y su belleza, si está bien fundada, jamás se agota. Da lo mismo un aria de «La Pasión según San Mateo» que una canción de Serrat, la soberbia catedral profana de Wagner que la ajada melancolía de Gardel. Cuando un músico ha escrito su alma en el pentagrama y los demás se han conmovido con ella, se produce un milagro que no entiende de mercadotecnia ni de número de discos vendidos. Nace entonces una comunión mucho más profunda y más duradera, porque no se justifica con un baile o una moda, sino con una necesidad espiritual.
Quienes lo consiguieron sabían hacer algo más que dar vueltas sobre sí mismos o remedar al ya de por sí insulso Luis Miguel. En el dominio de su arte y en la fertilidad de su imaginación fueron capaces de llegar a una grandeza cuya puerta se abre con la llave de la técnica y se empuja con la gracia de la inspiración.
Entre los peregrinos de la fama que cada año se humilla ante los arbitrarios horteras del jurado de «Operación Triunfo» es imposible que haya auténticos genios. Incluso no habrá casi ningún cantante a quien se pueda escuchar sin vergüenza ajena, pero que aspira a que el complicado engranaje del éxito fortuito le saque del tajo o de las manos cruzadas en casa de los padres. El pueblo resumía antes en una frase la aspiración de estos ilusos: «Vivir del cuento».
Desde 2002, innumerables andaluces se han puesto bajo los focos del teatro de las vanidades mostrando todas las carencias económicas, sociales, culturales y educativas de su tierra. El mejor ejemplo era Rosa, que tenía un diamante en la garganta pero era incapaz de expresarse y hablaba entre balbuceos. También estaba el guapo Bisbal, que se había hecho la ruta de los pueblos con una orquesta imitando a artistas de tercera y que hoy publica discos de ínfima calidad estética con canciones que le componen otros.
Desde entonces, aspirantes a Nino Bravo que salen de la ferralla, amas de casa que dejan a la familia para hacer el karaoke y flamenquitos sin muchas luces pero con un cum laude en fracasos han perseguido espejismos en la televisión. Seré un utópico, pero yo prefiero entre los andaluces menos artistas y más profesionales centrados y capaces de sacar a su tierra del atraso y la quimera.

Luis Miranda

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